Lo cierto es que la peor de mis faltas no era más que una disposición alegre e impaciente que ha hecho la felicidad de muchos, pero que yo hallé dificil de compaginar con mi imperioso deseo de gozar de la admiración de todos.Por esta razón oculté mis placeres, y cuando llegué a esos años de reflexión en que el hombre comienza a mirar a su alrededor y a evaluar sus progresos y la posición que ha alcanzado, ya estaba entregado a una profunda duplicidad de vida. Muchos hombres habrían incluso blasonado de las irregularidades que yo cometía, pero debido a las altas miras que me había impuesto, las juzgué y oculté con un sentido de la vergüenza casi morboso.Fue, pues, la exageración de mis aspiraciones y no la magnitud de mis faltas lo que me hizo como era y separó en mi interior, más de lo que es común en la mayoría, las dos provincias del bien y del mal que componen la doble naturaleza del hombre. En mi caso, reflexioné profunda y repetidamente sobre esa dura ley de vida que constituye el meollo mismo de la religión y representa uno de los manantiales más abundantes de sufrimiento.Pero a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras eran igualmente sinceras. Era lo mismo yo cuando abandonado todo freno me sumía en el deshonor y la vergüenza que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento. Y ocurrió que mis estudios científicos, que apuntaban por entero hacia lo místico y lo trascendente, influyeron y arrojaron un potente rayo de luz sobre este conocimiento de la guerra perenne entre mis dos personalidades. Cada día, y con ayuda de los dos aspectos de mi inteligencia, el moral y el intelectual, me acercaba más a esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha llevado a este terrible naufragio y que consiste en que el hombre no es sólo uno, sino dos. Y digo dos porque mis conocimientos no han ido más allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir que al fin el hombre será tenido y reconocido como un conglomerado de personalidades diversas, discrepantes e independientes. Yo, por mi parte, a causa de la naturaleza de mi vida, avancé infaliblemente en una dirección y sólo en una. Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos, y desde muy temprana fecha, aun antes de que mis descubrimientos científicos comenzaran a sugerir la más remota posibilidad de tal milagro, me dediqué a pensar con placer, como quien acaricia un sueño, en la separación de esos dos elementos. Si cada uno, me decía, pudiera alojarse en una identidad distinta, la vida quedaría despojada de lo que ahora me resultaba inaguantable. El ruin podía seguir su camino libre de las aspiraciones y remordimientos de su hermano más estricto. El justo, por su parte, podría avanzar fuerte y seguro por el camino de la perfección complaciéndose en las buenas obras y sin estar expuesto a las desgracias que podía propiciarle ese pérfido desconocido que llevaba dentro. Era una maldición para la humanidad que esas dos ramas opuestas estuvieran unidas así para siempre en las entrañas agonizantes de la conciencia, que esos dos gemelos enemigos lucharan sin descanso. ¿Cómo, pues, podían disociarse?
De pronto comencé a percibir con mayor claridad de la que nunca se haya imaginado la inmaterialidad temblorosa, la efímera inconsistencia de este cuerpo que es nuestra vestidura carnal, de este cuerpo en apariencia tan sólido. Hallé que ciertos agentes tenían la capacidad de alterar y arrancar esta vestidura del mismo modo que el viento agita los cortinajes de unos ventanales. No quiero adentrarme en el aspecto científico de mi confesión por dos razones., porque he aprendido que cada hombre carga con su destino a lo largo de toda su vida y que cuando trata de sacudírselo de los hombros le vuelve a caer con un peso aún mayor y más extraño.Bastará con que diga que no sólo aprendí a distinguir mi cuerpo material de la emanación de ciertos poderes que componen mi espíritu, sino que llegué a fabricarme una pócima por medio de la cual logré despojar a esos poderes de su supremacía y sustituir mi aspecto por una segunda forma y apariencia no menos natural para mí, puesto que constituía expresión de los elementos más bajos de mi espíritu y llevaba su sello.
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